Han traído más y más medidas, y han desconfigurado las mías. Con gran esfuerzo las había aprendido en la vida, pero al parecer se han devaluado hasta perder sentido, por lo que no me queda otra alternativa que consultar a los grandes expertos acerca de sus nuevos sistemas métricos, para entender:
¿Cuántos gramos de salud suma un abrazo a un padre o a un abuelo, mirándolo a los ojos, compartiendo una charla?
¿Cuántos minutos de vida obtengo si estoy gravemente enfermo y un ser querido me agarra la mano, y escucha mis preocupaciones?
¿Cuántas leguas cede mi esperanza de vida si no pude despedir como quisiera a quien acaba de partir?
¿Cuántos centímetros de vitalidad se retroceden cada vez que llega una cuenta que no sé cómo voy a pagar?
¿Qué tanto resta a mi bienestar, un resultado positivo, de algo sobre lo que escuché cosas tan negativas?
¿Qué regla me sirve para dimensionar lo que al bienestar aporta una escapada de fin de semana hacia una naturaleza que hace meses no puedo presenciar?
¿Cuánto se modifica el porcentaje de enfermedad cada vez que la televisión me actualiza cifras de muertos y contagiados?
¿Quién podrá decirme qué tipo de desmejoría ocurre viendo las calles sin sonrisas, sin expresión en las personas?
¿En qué grado aporta la libertad de decidir hacer lo que me hace bien, al resultado final de un diagnóstico?
¿Cuánto cotiza en el mercado sanitario, una reunión llena de risas y anécdotas?
¿Qué cantidad de litros de vida obtiene un niño que juega con sus compañeros, y aprende de sus maestros?
¿En qué medida desmejora un cuerpo, ante la visión de una heladera vacía y un estómago más vacío aún?
¿Hasta dónde enferma un futuro sin esperanza, y cuánto sana uno que motiva a buscarlo?
Quizás me falte matemática para calcular lo que otros parecen tener tan claro que mi consulta sí molesta. Habré faltado a la clase sobre ese sistema de valores que ayude a aceptar, lo que mi espíritu se rehusa a comprender.